domingo, 27 de octubre de 2013

La comparsa que mueve a Bariloche

–¿Querés tocar un rato en la calle para hacer las fotos?

–Dale, me gustó.

Quince minutos después, el apretado ejército de músicos que componen La Recuerda Candombe se encuentra listo, ordenado y dispuesto para convertir la avenida Belgrano de Bariloche en una fiesta pagana. Entonces suenan los tambores. La gente pasa observando la escena entre asustada y curiosa. Son 12. No, 14. No, 16 jóvenes, entre expertos e iniciados, dándoles a los cueros con una decisión que uno supone ancestral. Paleolítica. Dan ganas de bailar aquí mismo. El periodista coquetea con la idea de sacarse la remera e invitar las cervezas a los presentes. Por unos minutos el aire se tuerce como un clavo ante la poderosa energía del ritmo. Los automóviles vuelan. La piel florece.

El artículo completo en diario Río Negro

miércoles, 23 de octubre de 2013

Todo lo que sé sobre hacer dinero en la vida

¿Querés que te diga algo sobre el dinero? Mi madre nunca tenía. Nada. En la casa de la calle Chorrillos había una heladera vacía. Estaba enchufada. Si. Un vez por mes mi vieja compraba un pan de manteca. Eso era todo. En la alacena guardaba lentejas. Arroz. Y pare de contar. Ella tejía. Hacía ropa para muñecas porque en el pueblo, vaya a saber porqué perversiones, se vendían bastante. Pantaloncitos. Pulloversitos. Gorritos. Guantesitos. Chiquititos. Como para un recién nacido pero eran para un bebé de plástico. Cuatro piezas de lana al mes no salvan a nadie. Decidió incrementar la productividad. Fue al banco. Pidió un préstamo para comprar una máquina de tejer. No le alcanzaba para las alemanas. Pero había unas chinas que, decían, andaban bien. Lo pidió en marzo. Su sueldo era una pena. Nunca llegábamos al 10. Mi padre, viviendo a 13 cuadras exactas de nosotros, no aportaba. Lloraba por nosotros pero se había olvidado de nosotros. Le daba su dinero a su anciana madre. Aun. Los días eran grises porque el sur entonces todavía tenía capa de ozono. 40 años después el cielo es azul y se te cocina la cabeza cuando sales a buscar el pan. Pueblo aburrido. Te mataba vivir allí. Bailes. Putas. Pisco. Cumbia. Baile. Putos. Cumbia. Pisco. Pisco. Putas. Bailes. Putas. Putos. Pisco. Bailes. Muchos hombres tontos. Esa era nuestra cultura. Lo poco y nada que le íbamos a legar al mundo cuando ya no estuviéramos. A quién carajo iba a importarle. Los meses pasaban. Abril. Mayo. Junio. Julio. Alguien tocaba el timbre que sonaba quebrado, porque estaba quebrado el plástico, y gritábamos: ¡El cheque!. Agosto. ¡El cheque!. Septiembre. ¡El cheque! Yo quería un juego de química para inventar un producto que nos sacara de la pobreza de mierda en la que vivíamos. Octubre. Un día llegó. No sonó el timbre. Tocaron. Mi madre no gritó tampoco. La vi mirando el sobre blanco a la luz de un rayo de sol. El cheque. Para entonces me había olvidado del jueguito. Pero igual lo compramos. Me duró una semana. Dejé las sustancias, los tubos de ensayo guardados en un ropero con el resto de las camisas horribles que nunca iba a usar. Porque prefería andar desnudo en la nieve. Y morirme de hambre antes que comer los guisos de rata que hacían en casa. Recuerdo que en un experimento me quemé la lengua. Mi madre compró la máquina. No era China. Era de Malasia. Y andaba Mal. Se trababa. Pasabas el hilo. Agarrabas el carril y cuando venías a toda velocidad, loco de entusiasmo, una aguja se quedaba levantada y ¡paf!. El ruido era molesto. La sensación de derrota. De trabajar por las puras. Mi madre producía menos que antes. Volvió a los palillos. Tardó dos años en venderla. Seguimos cagados de hambre 20 años más. ¿Te parece que no sé de negocios? Mi madre se repuso. Siguió probando. Un día le fue un poco mejor. En eso está. Como yo. ¿Querés que hablemos de cómo hacer plata?