El edificio había
sido planificado como un hospital que nunca llegó funcionar como
tal. Estaba hecho de ladrillo, cemento, madera y fierro. Paredes
frías y altas. Ventanales de un mosaico brutal y abundante. Los
pisos eran de madera. Un extraño lujo en tan inmensa pulcritud. Como
no fue hospital se convirtió en un secundario. En un liceo
Politécnico donde todos los destinos convergían. Los amantes de los
fierros, la chatarra, las soldaduras, las máquinas y las
herramientas vivían relativamente en paz junto a los humanistas, los
dormidos, los líricos, los desquiciados y los abrumados por la
letra, la matemática y la biología. Unos usaban oberol, zapatos de
faena y sus rostros mostraban signos extraños: picaduras, pátinas
de ollín en las mejillas producto de sus trabajos rutinarios. Los
otros un uniforme incómodo o demasiado apretado o muy suelto. De
bailarín de ballet ruso o de payaso de rodeo americano.
En verano no había
calefacción capaz de calentar aquel mamotreto de pasillos
interminables. Eramos muchos. Eramos todos o casi todos los que
podían ser en mi pueblo, Puerto Natales. La primera imagen que
recuerdo de mi llegada, de mi primer día de clases, es la de un
gigantón tratando de encestar una pelota de basquet en un aro
ubicado, seguramente, a una altura inadecuada. La cancha de
baquetfutbolvoleibolyloqueseteocurra, estaba ubicada en el centro del
centro del centro. “¡Chancho volador!”, gritaban unos cuantos y
reían. Y el adolescente fornido cruzaba la cancha con la prepotencia
de un panzer sin lograr la hazaña.
En los recreos, las
chispas de las soldaduras en marcha, autoría de los chicos del
“industrial”, quemaban las medias de las estudiantes. Los varones
cruzábamos el fuego como si no nos importara. Apenas entrecerrando
los ojos. Podías perderte por días enteros en aquella pecera mágica
y siniestra que albergaba tantas almas y tan pocas esperanzas.
Entonces el fin del mundo no era un eslogan publicitario sino una
verdad que atenazaba el alma. Los profesores vivían en casitas de
juguete y, los que no, en pensiones, en pequeñas piezas que ofrecía,
entre otros, mi propio abuelo, Antonio.
La de 1987 fue la
última generación humanística que caminó los “círculos”
infinitos del Liceo Politécnico. Desde nuestras aulas alcanzabamos
con la mirada los Cuernos del Paine, el ventisquero Balmaceda, el
cerro Prat, el cerro Ballena. Desde nuestra ventana -la que una turda
descontrolada utilizaba para lanzar al espacio exterior al Flaco
Chávez después de cantarle feliz cumpleaños a Snoopy Yañez-
podíamos ver aquello que nos identificaba como únicos en el planeta
y lo que, por la misma razón, nos convertía en parias. Habitantes
del último rincón de los mapas.
Hubo besos. Golpes
de puño. Despedidas. Hubo hermosos amigos que quedan. Hubo noches
dinamizadas por la música de Salvador Miranda. Extraño esa mezcla
caótica. Los recreos que no eran de nadie porque les pertenecían a
todos. Los Jumpers de las chicas, especialmente de una, la Cherry.
Extraño la inocencia, si, la inocencia, y el frío cruzando el aire
como un rayo azul.