sábado, 16 de abril de 2016

La novela de Cristo


I

Cristo iba a la cabeza. No siempre era así pero esta vez se sentía con ánimos de tirar del grupo. Como un caballo brioso. El primero de la tropilla. Eran cinco en total. Todos llevaban mochilas ligeras. De 15 a 20 kilos. Comida deshidratada. Harinas. Agua. Condimentos. Café. Lo justo e innecesario para vivir un par de semanas en la tierra sin mapas. En el silencio de la naturaleza, que es como una sinfonía muda y poderosa, Cristo y su gente interrumpían lo sagrado. Pero el suyo era un sonido atonal e inocente. Sus gastadas botas de trekking emitían un crujido corto, chato, fresco. Las respiraciones acompasadas de los trotamundos funcionaban como un colchón de violonchellos. Promediaban una velocidad desquiciada aunque no huían de nadie. Nadie los esperaba. Sólo un reloj interno los impulsaba al refugio que años atrás Cristo había levantado con sus manos desnudas. Ahora era un hogar en un valle entre montañas y, para alcanzarlo, necesitabas hacer 90 kilómetros de caminos sinuosos, pedregosos, estúpidamente incómodos.

viernes, 8 de abril de 2016

El hospital que fue escuela


El edificio había sido planificado como un hospital que nunca llegó funcionar como tal. Estaba hecho de ladrillo, cemento, madera y fierro. Paredes frías y altas. Ventanales de un mosaico brutal y abundante. Los pisos eran de madera. Un extraño lujo en tan inmensa pulcritud. Como no fue hospital se convirtió en un secundario. En un liceo Politécnico donde todos los destinos convergían. Los amantes de los fierros, la chatarra, las soldaduras, las máquinas y las herramientas vivían relativamente en paz junto a los humanistas, los dormidos, los líricos, los desquiciados y los abrumados por la letra, la matemática y la biología. Unos usaban oberol, zapatos de faena y sus rostros mostraban signos extraños: picaduras, pátinas de ollín en las mejillas producto de sus trabajos rutinarios. Los otros un uniforme incómodo o demasiado apretado o muy suelto. De bailarín de ballet ruso o de payaso de rodeo americano.
En verano no había calefacción capaz de calentar aquel mamotreto de pasillos interminables. Eramos muchos. Eramos todos o casi todos los que podían ser en mi pueblo, Puerto Natales. La primera imagen que recuerdo de mi llegada, de mi primer día de clases, es la de un gigantón tratando de encestar una pelota de basquet en un aro ubicado, seguramente, a una altura inadecuada. La cancha de baquetfutbolvoleibolyloqueseteocurra, estaba ubicada en el centro del centro del centro. “¡Chancho volador!”, gritaban unos cuantos y reían. Y el adolescente fornido cruzaba la cancha con la prepotencia de un panzer sin lograr la hazaña.
En los recreos, las chispas de las soldaduras en marcha, autoría de los chicos del “industrial”, quemaban las medias de las estudiantes. Los varones cruzábamos el fuego como si no nos importara. Apenas entrecerrando los ojos. Podías perderte por días enteros en aquella pecera mágica y siniestra que albergaba tantas almas y tan pocas esperanzas. Entonces el fin del mundo no era un eslogan publicitario sino una verdad que atenazaba el alma. Los profesores vivían en casitas de juguete y, los que no, en pensiones, en pequeñas piezas que ofrecía, entre otros, mi propio abuelo, Antonio.
La de 1987 fue la última generación humanística que caminó los “círculos” infinitos del Liceo Politécnico. Desde nuestras aulas alcanzabamos con la mirada los Cuernos del Paine, el ventisquero Balmaceda, el cerro Prat, el cerro Ballena. Desde nuestra ventana -la que una turda descontrolada utilizaba para lanzar al espacio exterior al Flaco Chávez después de cantarle feliz cumpleaños a Snoopy Yañez- podíamos ver aquello que nos identificaba como únicos en el planeta y lo que, por la misma razón, nos convertía en parias. Habitantes del último rincón de los mapas.
Hubo besos. Golpes de puño. Despedidas. Hubo hermosos amigos que quedan. Hubo noches dinamizadas por la música de Salvador Miranda. Extraño esa mezcla caótica. Los recreos que no eran de nadie porque les pertenecían a todos. Los Jumpers de las chicas, especialmente de una, la Cherry. Extraño la inocencia, si, la inocencia, y el frío cruzando el aire como un rayo azul.

Comercio sexual en la Patagonia

Doña Vilma permanece sentada en un sillón de tres cuerpos que hace tiempo debió recibir el acta de defunción. Tiene manchas de comida. Orificios provocados por las cenizas de innumerables cigarrillos fumados con indolencia. Enfrente suyo una pantalla de 70’ transmite un partido de la liga española que nadie mira. Viste con cuidada mesura. No carga joyas. Por su rostro de 50 y tantos no han pasado cremas suizas. No parece que la señora, propietaria de cuatro prostíbulos en los que trabajan unas 35 mujeres de distintas nacionalidades en Puerto Natales (Chile), un pueblo pegado a la localidad argentina de Río Turbio (Santa Cruz), sea capaz de facturar un millón de dólares por año.

El vínculo entre los dos pueblos patagónicos es fundacional y se mantiene en pie en distintas formas. El comercio sexual es una de ellas. Todavía hoy la prostitución es una actividad que supera los controles fronterizos. Entonces eran los mineros quienes sostenían la actividad. Bajaban de la mina cargados de billetes y ganas aún espolvoreados de carbón. Apretaban el paso hasta la casa de la madama trasandina pasa saciar deseos acumulados a 700 metros bajo tierra. A 40 años de las mejores épocas de Río Turbio, las “chicas”, como Vilma las llama, siguen cruzando la frontera para buscarse la vida en sus locales. Desde la Argentina no sólo llegan “argentinas simpáticas” sino también colombianas, dominicanas, paraguayas, que se han transmitido unas a las otras el dato de que en el sur se paga más.

El comercio sexual que se expande entre las rutas de la Patagonia