I
Cristo iba a la
cabeza. No siempre era así pero esta vez se sentía con ánimos de
tirar del grupo. Como un caballo brioso. El primero de la tropilla.
Eran cinco en total. Todos llevaban mochilas ligeras. De 15 a 20
kilos. Comida deshidratada. Harinas. Agua. Condimentos. Café. Lo
justo e innecesario para vivir un par de semanas en la tierra sin
mapas. En el silencio de la naturaleza, que es como una sinfonía
muda y poderosa, Cristo y su gente interrumpían lo sagrado. Pero el
suyo era un sonido atonal e inocente. Sus gastadas botas de trekking
emitían un crujido corto, chato, fresco. Las respiraciones
acompasadas de los trotamundos funcionaban como un colchón de
violonchellos. Promediaban una velocidad desquiciada aunque no huían
de nadie. Nadie los esperaba. Sólo un reloj interno los impulsaba al
refugio que años atrás Cristo había levantado con sus manos
desnudas. Ahora era un hogar en un valle entre montañas y, para
alcanzarlo, necesitabas hacer 90 kilómetros de caminos sinuosos,
pedregosos, estúpidamente incómodos.
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