sábado, 16 de abril de 2016

La novela de Cristo


I

Cristo iba a la cabeza. No siempre era así pero esta vez se sentía con ánimos de tirar del grupo. Como un caballo brioso. El primero de la tropilla. Eran cinco en total. Todos llevaban mochilas ligeras. De 15 a 20 kilos. Comida deshidratada. Harinas. Agua. Condimentos. Café. Lo justo e innecesario para vivir un par de semanas en la tierra sin mapas. En el silencio de la naturaleza, que es como una sinfonía muda y poderosa, Cristo y su gente interrumpían lo sagrado. Pero el suyo era un sonido atonal e inocente. Sus gastadas botas de trekking emitían un crujido corto, chato, fresco. Las respiraciones acompasadas de los trotamundos funcionaban como un colchón de violonchellos. Promediaban una velocidad desquiciada aunque no huían de nadie. Nadie los esperaba. Sólo un reloj interno los impulsaba al refugio que años atrás Cristo había levantado con sus manos desnudas. Ahora era un hogar en un valle entre montañas y, para alcanzarlo, necesitabas hacer 90 kilómetros de caminos sinuosos, pedregosos, estúpidamente incómodos.

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