viernes, 8 de abril de 2016

El hospital que fue escuela


El edificio había sido planificado como un hospital que nunca llegó funcionar como tal. Estaba hecho de ladrillo, cemento, madera y fierro. Paredes frías y altas. Ventanales de un mosaico brutal y abundante. Los pisos eran de madera. Un extraño lujo en tan inmensa pulcritud. Como no fue hospital se convirtió en un secundario. En un liceo Politécnico donde todos los destinos convergían. Los amantes de los fierros, la chatarra, las soldaduras, las máquinas y las herramientas vivían relativamente en paz junto a los humanistas, los dormidos, los líricos, los desquiciados y los abrumados por la letra, la matemática y la biología. Unos usaban oberol, zapatos de faena y sus rostros mostraban signos extraños: picaduras, pátinas de ollín en las mejillas producto de sus trabajos rutinarios. Los otros un uniforme incómodo o demasiado apretado o muy suelto. De bailarín de ballet ruso o de payaso de rodeo americano.
En verano no había calefacción capaz de calentar aquel mamotreto de pasillos interminables. Eramos muchos. Eramos todos o casi todos los que podían ser en mi pueblo, Puerto Natales. La primera imagen que recuerdo de mi llegada, de mi primer día de clases, es la de un gigantón tratando de encestar una pelota de basquet en un aro ubicado, seguramente, a una altura inadecuada. La cancha de baquetfutbolvoleibolyloqueseteocurra, estaba ubicada en el centro del centro del centro. “¡Chancho volador!”, gritaban unos cuantos y reían. Y el adolescente fornido cruzaba la cancha con la prepotencia de un panzer sin lograr la hazaña.
En los recreos, las chispas de las soldaduras en marcha, autoría de los chicos del “industrial”, quemaban las medias de las estudiantes. Los varones cruzábamos el fuego como si no nos importara. Apenas entrecerrando los ojos. Podías perderte por días enteros en aquella pecera mágica y siniestra que albergaba tantas almas y tan pocas esperanzas. Entonces el fin del mundo no era un eslogan publicitario sino una verdad que atenazaba el alma. Los profesores vivían en casitas de juguete y, los que no, en pensiones, en pequeñas piezas que ofrecía, entre otros, mi propio abuelo, Antonio.
La de 1987 fue la última generación humanística que caminó los “círculos” infinitos del Liceo Politécnico. Desde nuestras aulas alcanzabamos con la mirada los Cuernos del Paine, el ventisquero Balmaceda, el cerro Prat, el cerro Ballena. Desde nuestra ventana -la que una turda descontrolada utilizaba para lanzar al espacio exterior al Flaco Chávez después de cantarle feliz cumpleaños a Snoopy Yañez- podíamos ver aquello que nos identificaba como únicos en el planeta y lo que, por la misma razón, nos convertía en parias. Habitantes del último rincón de los mapas.
Hubo besos. Golpes de puño. Despedidas. Hubo hermosos amigos que quedan. Hubo noches dinamizadas por la música de Salvador Miranda. Extraño esa mezcla caótica. Los recreos que no eran de nadie porque les pertenecían a todos. Los Jumpers de las chicas, especialmente de una, la Cherry. Extraño la inocencia, si, la inocencia, y el frío cruzando el aire como un rayo azul.

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