En
los últimos 10 años al frente de Isla
Morena, mi pequeño hotel en el extremo
sur de Chile, tomé contacto con unas 20.000 personas. Con algunas
apenas crucé un dato: una palabra para señalar el camino correcto
hacia el próximo hostal, muy similar al mío, ubicado a 15 metros.
Pero con otras –muchas otras–, compartí cenas sabrosas, regadas de
vino chileno y excelentes conversaciones. Excepcionalmente, con
algunas derivamos en amistad, aferrado a la sensación de estar
frente a alguien que conocés desde hace muchos años, aunque acaba
de caer a tu vida como un paracaidista empujado por los vientos del
mundo. Tener
tu propio hotel familiar es, entre muchas otras cosas, una muestra de que te
alimentás de la curiosidad por el otro, como lo hace un
periodista –también lo soy– o un investigador policial.
La Agenda de Buenos Aires
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