El dinero sí hace
la felicidad. Y no tenerlo tiene algo de resfrío crónico. De
enfermedad mal curada. El problema de esta felicidad presupuestada es
que no todos nacen con el talento para cosechar dólares. Es decir,
curarse en soledad o compañía de la falta de guita. La mayoría de
nosotros, de hecho, está demasiado ocupada en alguna otra cosa como
para, además, preocuparse de ganar plata. El camino de la vida está
repleto de carteles que advierten que debemos guardar para cuando
seamos unos viejitos desdentados. Pero nadie hace mucho caso a la
tercera edad cuando imaginamos que perduraremos en la segunda. Ganar
dinero no debería ser una obligación. Aprender a vivir, sí. Pero
es al revés, vivir está por debajo. Suponemos que quien permance
sentado en la vereda vive menos que aquel que se traslada hasta Japón
para conocer una cultura distinta. Y...tienen razón. Durante años
hemos pensando que obtener dinero de nuestras acciones no tiene nada
que ver con las circunstancias del mercado, ni con la suerte sino con
ciertos méritos que se nos escapan. La verdad es que quien carece de
capacidad para ganarse el sustento pagará por sus pecados. Pero
quién no tiene capacidad pero algo de suerte y cabeza (aquel que
hereda tres propiedades de una abuela solitaria) sobrevivirá con la
mirada alegre. La mayoría de las veces que logramos algo en esta
vida es por puro accidente. Nos esforzamos, claro. Le ponemos garra,
cierto. Pero nada ocurre. Hasta que un día, los hechos se combinan.
Nos ganamos el mango. Lo pueden decir los vendedores de bonos en
Nueva York que en los 70 usaban trajes gastados y en la siguiente
década transmutaron en millonarios. El dinero sí hace la felicidad
es una afirmación tan auténtica y filosa como admitir que un día
todos moriremos. Que seremos olvidados. O aprendemos o nos quejamos.
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