Era
el tiempo remoto de la infancia. Una vez a las tantas mi madre me
daba la plata para comprar una Coca Cola. Corría al almacén de la
esquina y volvía con mi tesoro. Negra, de vidrio. Siempre
significaba algo. Marcaba la diferencia en el núcleo de una familia
humilde que no tenía ningún privilegio. Sólo teníamos deudas y
mucho trabajo mal pagado. La alacena permanecía vacía a excepción
de las lentejas. La heladera era un mueble exótico donde sólo
podías encontrar un pancito de manteca. Pero la Coca Cola era como
una aparición. Una buena noticia que podíamos darnos a nosotros
mismos. Mi madre, Bernardita, sabía que yo la amaba. La servía con
hielo en un vaso largo y me dejaba llevar por el sabor a cacao,
azúcar y concentrado de burbujas picantes. Sigo tomando mi gaseosa
preferida pero algo se ha perdido en el camino. Ya no soy un joven
sino un adulto que sólo tiene la madurez por delante. Escucho, leo,
me aseguran, que hace mal. Hay quien dice que hace pésimo. Engorda,
me explican. Aunque yo opino que me engorda la vida, no la gaseosa.
Está bien, engordo con mi Coca Cola y mis helados. Con mis galletas
y mis alfajores nocturnos. Moriré un día pero será marcado por el
sabor. No puedo tomar agua mineral como si fuera un deleite porque no
lo es en lo absoluto. El agua no es salud envasada. Es sólo agua que
mi cuerpo no me pide. Me pide, Coca Cola. La Coca Cola que, para mí,
sí es sonrisa y, tal como cuando no teníamos para comer, sigo
creyendo que todo irá mejor si la tomo con hielo. Tal vez me he
transformado en pecador sin saberlo por sentir afecto por un
producto. También apoyo a la industria del gas y del petróleo
porque sé lo que significa y porque nací junto a pozos de gas en el
sur del mundo. Cuando chico, un amigo de mi tía que trabajaba en una
empresa, liberaba el excedente y lo incendiaba desatando el infierno.
Yo atesoro en mi mente hermosas postales del fuego como marejadas
estallando frente a mis ojos. Volviendo a la Coca Cola. Quizás ya
sea demasiado tarde para comprender que tomar agua, rechazar a la
industria petrolera y dejar de comer helado, pueden convertir mi vida
en un espacio mejor. Soy muy viejo para dejar los hábitos que tal
vez un día acaben conmigo. Al menos conservo uno, trotar y caminar
varios kilómetros por día. Hacer pesas hasta que me duele todo.
Llorar un poquito cuando cada día y noche me ducho con agua bien
fría en Patagonia. Al terminar con mi rutina, con las endorfinas
todavía a tope en el cerebro, abro mi botella y la derramo en un
vaso con dos o tres hielos. Bebo. Vuelvo a lo mejor de mi infancia.
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