viernes, 14 de agosto de 2015

Porqué amo la Coca Cola


Era el tiempo remoto de la infancia. Una vez a las tantas mi madre me daba la plata para comprar una Coca Cola. Corría al almacén de la esquina y volvía con mi tesoro. Negra, de vidrio. Siempre significaba algo. Marcaba la diferencia en el núcleo de una familia humilde que no tenía ningún privilegio. Sólo teníamos deudas y mucho trabajo mal pagado. La alacena permanecía vacía a excepción de las lentejas. La heladera era un mueble exótico donde sólo podías encontrar un pancito de manteca. Pero la Coca Cola era como una aparición. Una buena noticia que podíamos darnos a nosotros mismos. Mi madre, Bernardita, sabía que yo la amaba. La servía con hielo en un vaso largo y me dejaba llevar por el sabor a cacao, azúcar y concentrado de burbujas picantes. Sigo tomando mi gaseosa preferida pero algo se ha perdido en el camino. Ya no soy un joven sino un adulto que sólo tiene la madurez por delante. Escucho, leo, me aseguran, que hace mal. Hay quien dice que hace pésimo. Engorda, me explican. Aunque yo opino que me engorda la vida, no la gaseosa. Está bien, engordo con mi Coca Cola y mis helados. Con mis galletas y mis alfajores nocturnos. Moriré un día pero será marcado por el sabor. No puedo tomar agua mineral como si fuera un deleite porque no lo es en lo absoluto. El agua no es salud envasada. Es sólo agua que mi cuerpo no me pide. Me pide, Coca Cola. La Coca Cola que, para mí, sí es sonrisa y, tal como cuando no teníamos para comer, sigo creyendo que todo irá mejor si la tomo con hielo. Tal vez me he transformado en pecador sin saberlo por sentir afecto por un producto. También apoyo a la industria del gas y del petróleo porque sé lo que significa y porque nací junto a pozos de gas en el sur del mundo. Cuando chico, un amigo de mi tía que trabajaba en una empresa, liberaba el excedente y lo incendiaba desatando el infierno. Yo atesoro en mi mente hermosas postales del fuego como marejadas estallando frente a mis ojos. Volviendo a la Coca Cola. Quizás ya sea demasiado tarde para comprender que tomar agua, rechazar a la industria petrolera y dejar de comer helado, pueden convertir mi vida en un espacio mejor. Soy muy viejo para dejar los hábitos que tal vez un día acaben conmigo. Al menos conservo uno, trotar y caminar varios kilómetros por día. Hacer pesas hasta que me duele todo. Llorar un poquito cuando cada día y noche me ducho con agua bien fría en Patagonia. Al terminar con mi rutina, con las endorfinas todavía a tope en el cerebro, abro mi botella y la derramo en un vaso con dos o tres hielos. Bebo. Vuelvo a lo mejor de mi infancia.

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