jueves, 19 de julio de 2012

Los amigos de mi abuelo








Los amigos de mi abuelo nos daban dinero.
Corríamos desaforados sobre la vereda de su casa. Ya era de noche y ellos estaban borrachos. Cada tanto salían a la puerta a tomar aire y nosotros les pedíamos plata para comprar Coca Colas. Andaban sueltos de billetes porque habían bajado del campo ese mismo día. Llevaban 4, 5 horas tomando vino blanco. Sin parar.
Primero pedía mi prima. Después yo. Y así. Eran un buen grupo. Las Coca colas pasaban de nuestros labios a la panza con inusual vértigo. El truco consistía en pedir, comprar y tomar a todo vértigo. Nada podía detenernos y nos reíamos a carcajadas cada vez que un de estos hombres nos llenaban las manos de pequeños billetes. Se llamaban escudos entonces.
Los “viejos”, como les decíamos, se veían efectivamente viejos pero el más grande era mi propio abuelo que tenía apenas 50. Había cambiado el campo por el pueblo porque se estaba quedando ciego. Cuando sus rondas a caballo por la estancia comenzaron a dejarle la cara marcada de llagas que se hacía contra las ramas de los árboles, alguien le dijo, tal vez su mujer, que era hora de cambiar de trabajo.
Eran gente del sur, gente de curtida, los que hoy nos divertían con divague alcohólico. Gauchos, ovejeros, esquiladores, puesteros, ayudantes de puesteros y esquiladores, domadores, cocineros y ayudantes de cocina, cazadores de zorros, cazadores de pumas, puesteros cuatreros, cuatreros a secas, borrachos sin ocupación definida, jugadores de truco profesionales, vendedores de objetos que nadie necesitaría jamás, vendedores de humo.
Su vida no fue fácil pero administrar ciego una humilde residencial para profesores que llegaban de todo el país a Puerto Natales, motivados por un sueldo apenas un poco más alto que la media, no era nada en comparación con arriar vacas y ovejas, a 17 grados bajo cero, en sombras, a veces perdido en el centro de miles de hectáreas confiado en que su caballo lo guiaría de regreso.
Una residencial donde tenía que limpiar el piso, hacer la cama y lavar y planchar la ropa interior de algunas profesoras era una tarea menor en el largo estilete de su carrera como gaucho.
Su vida no fue fácil. Tampoco de la sus hijas que contra toda opinión de sus mejores amigos, partieron a estudiar profesorado básico a Santiago. Título te van a traer. La panza llena de huesos, guaso güeón, le gritaban en medio de la jornada.
Las chicas se fueron, se recibieron, tuvieron sus hijos, sobrevivieron a sus propias penurias y criaron sus hijos. Esos hijos que ahora están en la calle Valdivia, con diez años, un día de verano de 1980, juntando billetes obtenidos con esfuerzos títanicos, quitados a empellones a la nada más rotunda que puedas imaginarte.
Pensarás que aquí acaba el cuento. Que esto es todo y final feliz. Pero no, nosotros, los chicos que fuimos, también penamos. Tres generaciones de trabajadores sacrificados no alcanza para salvarse de la pobreza ni de las carencias. Nosotros transcurrimos nuestro camino de espinas y resultó más duro de lo que creíamos.
Aprendimos, mi prima y yo a aceptar que el camino es cruel, y que aunque no lo queramos aceptar, se trata del camino, no del lugar al cual pensábamos llegar.
Con los años, ella fue y vino, hasta transformarse en Trabajadora Social. Yo me fui, volví y volví a irme para convertirme en un vendedor de humo. Una de las tantos oficios que ejercían los amigos de mi abuelo.

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