lunes, 16 de julio de 2012

¡Nos vamos de vacaciones!




La ciudad que fue un refugio hace muy pocos años va poblándose de seres desesperados por algo de aire puro. Frío y sin contaminar. Su ansiedad de tierra, cielo y agua se hacen palpables en cada uno de sus actos. En sus corridas en automóviles llenos hasta el techo mochilas, bolsos y utensilios que no pudieron dejar atrás, en su incomodidad en cada cola que deben hacer, en el cajero, en el supermercado, como si ya no hubieran tenido suficientes colas que soportar en sus ciudades de origen, en sus rostros cansados de manejar 10 horas seguidas para ahorrar noches de hotel, en su necesidad de no perderse y preguntar dónde queda todo (“disculpe, sabe dónde queda el cerro Otto”, me pregunta desde su auto una pareja joven, que tiene al cerro Otto enfrente de sus narices) aun cuando lo ideal sería, justamente, perderse. Todos tuvieron la misma idea, venirse a la Patagonia.
La calles del centro son peatonales, prolongaciones de calles que pertenecen a otras metrópolis y a otras geografías. Los kilómetros descubren el clamor de un extraño sonido, mezcla de charlas apuradas y motores en marcha. Quieren vacaciones y las quieren ya. Y tienen toda la razón del mundo, se las merecen. Como quienes viven acá merecen y consienten el ajetreo para poder vivir acá, en silencio el resto del año. Así se explican ciertos precios y los ojos desorbitados de quienes se dedican al negocio del turismo. Durante 30 días o menos, el sur explota. Todo se eleva por los aires. Los instructores salen por las ventanas de invisibles colectivos y miles de miles de niños, adolescentes y jóvenes se derriten en pleno invierno por deslizarse sobre la nieve virgen. Todo cruje. Todo se hace a buen ritmo. Irónicamente algunos de los lugares más bellos, más entrañables y más despoblados, y por lo tanto más exclusivos de la Cordillera son gratuitos y muy poca gente se dirige a ellos. No, no exagero. Sé de ellos. Lo mismo ocurre con los restaurantes. Cada viernes camino por la Mitre al fondo, y veo a uno de los tradicionales a pleno, con 10, 20 personas en la calle esperando una mesa. 10 cuadras adelante y en paralelo, dos o tres hermosos restaurantes con estilo y buenos precios, atienen un par de mesas. Es extraña la masa. Como escoge inconveniencias. Como se vende sola. Como entrega la billetera sin pensarlo dos veces.
La montaña sigue aquí. Y probablemente siga aquí cuando nosotros, engreída pero humilde especie hayamos desaparecido con todos nuestro bártulos. ¿Podemos respetarla mientras estamos de paso? No, no podemos. Eso no nos hace peores. Sólo nos identifica. Aun cuando queremos descansar permanecemos activos. Aun cuando buscamos la paz, nos entregamos con ímpetu al nerviosismo. Hacemos yoga contra reloj. Rompemos el récord del trekking más rápido de la historia jamás logrado por un joven, abuelo, adulto, niño o perro. Las montañas y los lagos de increíble belleza quedan atrás, no los vemos, de verdad no los vemos. Marcamos la diferencia siendo completamente iguales. ¿Pescado? No, no, no yo jamás ¿tendrá asado?.
La semana pasa, se van, transcurre, como el resto del tiempo ¿se terminaron las vacaciones?, se preguntan quienes sueñan con vivir en el lugar donde pasan sus vacaciones. Y apenas hubo “tiempo” de disfrutar de la naturaleza ocupados como estuvimos en sacar cien millones de fotografías y comprar otra memoria para la cámara, en ir a las chapas al cerro (¡salí tarado!) y a las chapas al cine (¡no hay más entradas!) solo para descubrir que otros chaperos se nos han adelantado, y corremos al súper y al y al y al y al final del día, la cabaña no tiene un LCD pero si un 21 que más o menos. Y dan una película vieja y un partido de un mundial que no ganamos.
Y bue.

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